El río y los huevos dorados
En un planeta muy lejano, de otra galaxia, existía un río azul turquesa, de un color tan intenso y bonito que hacía que todos quisieran mirarse en él. Lo que no sabían los habitantes de otros lugares es que ese río era mágico, puesto que cada vez que un niño con problemas lloraba o le contaba sus tristezas, el río soltaba un huevo dorado y todas las penas, la angustia, e incluso el miedo, desaparecía de golpe.
Un día, una niña de pelo rizado, morena y preciosa, paseaba alrededor del río pensativa y cabizbaja. Se sentó en su orilla y comenzó a tirar pequeñas piedritas que golpeaban en la superficie y formaban olas diminutas que resultaban muy relajantes y graciosas.
- ¡Ayyy río, que triste me siento!, en el cole no me quieren y siento que no hago nada bien. Lo peor es que no sé ni siquiera cómo contarlo o cómo dejarme de sentir tan mal. A veces, me duele el alma.
- ¡Ohhh niña preciosa!, – respondió el río, ante la cara de sorpresa y de incredulidad de Anaís, que así se llamaba la pequeña. No te preocupes, ni derrames más lágrimas, que pronto todos tus problemas se resolveran.
Acto seguido y ante el asombro de la pequeña, dos huevos resplandecientes, perfectos y de un dorado intenso, saltaron a las manos de Anaís, desde la profundidad de las aguas cristalinas del río.
- ¡¡¡Madre mía!!! ¿Cómo lo has hecho? – preguntó curiosa la pequeña.
- Ja, ja, ja, ese es mi secreto linda niña. Pero ves, ya te sientes mucho mejor, ¿a qué sí? – preguntó, dibujando una sonrisa en sus aguas, el río.
Anaís guardó con cuidado los dos huevos dorados en cada uno de los bolsillos de su chaqueta rosada y comenzó a caminar dando pequeños saltitos de alegría a su casa, susurrando para sí misma su canción preferida.
Hacía tiempo que no se sentía tan bien, tan feliz y tan llena de ganas de hacer cosas.
Al día siguiente, cuando regresó al colegio, iba tan llena de energía y tan convencida de que sí que podría hacer y conseguir todo lo que se le ocurriera, que ningún niño, ni ninguna niña pudo hacerla sentir mal, ni triste.
De esa forma, Anaís descubrió que tenía ella misma magia en su interior y que ya no necesitaba tocar los huevos dorados del río mágico para sentirse bien y no dar importancia a comentarios malos de los demás. Sus propios compañeros comenzaron a admirarla por su fuerza y seguridad y se rodeó de buenos amigos, que la hacían reír y disfrutar mucho de cada momento.
Desde entonces, la pequena Anaís, está atenta por si algún niño se siente como ella en aquel momento, para entonces dejarle sus huevos dorados y que consiga la fuerza necesaria para vencer a la tristeza.
La preciosa Anaís sigue paseando casi todos los días por el río mágico, pero ya no va triste, sino cantando y saltando de felicidad. Allí se sienta en la orilla y le cuenta, agradecida, lo feliz que está.
¡COLORÍN, COLORADO, ESTE CUENTO SE HA ACABADO!