
Los extraños deseos
En un reino muy lejano, había una vez un carpintero tan pobre y con tanta hambre, que ya no tenía ni fuerzas para trabajar, ni sueños por los que vivir. Se sentía muy triste y abatido, y pensaba que su vida no era nada más que trabajo, por el que apenas ganaba para subsistir.
Un día, paseando por el bosque, comenzó a lamentarse en voz alta, como si hablara con los árboles y los pájaros, pensando que nadie le escuchaba.
– No sé lo que es una buena comida, ni dormir en un colchón suave, ni tener un día libre para disfrutar la vida. ¡No tengo nada de suerte!
En ese mismo momento, se le apareció el genio verde portador de los deseos extraños y habitante del sauce mágico. El carpintero, temblando de miedo, se escondió bajo las primeras ramas con las que se tropezó y comenzó a gritar:
– ¡No me haga nada! ¡Por favor, no me haga daño, se lo ruego!
– Ja, ja, ja… rio con voz atronadora Tapetán, que así se llamaba el genio verde. No temas, amigo, no voy a hacerte ningún daño. Vengo a demostrarte que te quejas sin razón. Aún no eres consciente de la gran suerte que tienes, querido amigo humano.
– No comprendo lo que quiere decir… acertó a decir Andrés, que así se llamaba el joven carpintero.
– ¡Escúchame con atención! Te daré una oportunidad que deberás aprovechar muy bien. Pide tres deseos y te los concederé. Ahora bien, reflexiona y piensa con tranquilidad, querido amigo, porque una vez pedidos los deseos no habrá vuelta a atrás y no podrás volver a pedir ni un solo deseo más.
En cuanto dijo estas palabras, el gran Tapetán se esfumó en el aire levantando una nube de polvo verde, que hizo al joven Andrés estornudar. Sin embargo, estaba tan emocionado y feliz por todo lo acontecido, que empezó a gritar y a dar saltos de alegría, mientras corría hacia su casa para contarle todo a su mujer.
Como se pueden imaginar, su esposa se puso muy contenta y se puso a dar giros y giros encima de la mesa de la cocina, pensando que por fin la suerte había llegado a sus vidas. Era tan ensimismada lo que estaba Josefa, que así se llamaba su esposa, que en uno de esos giros, dio un traspiés y todo su cuerpo cayó sobre el frío piso de la cocina. Pero la emoción era tan intensa que no tuvo tiempo ni para pensar en el golpe. Se reincorporó rápidamente y se sentaron, esta vez más calmados, a hablar de futuro, de todas las cosas que querían comprar y de la cantidad de lugares a los que querían viajar.
– Querido, estamos muy emocionados y no podemos pensar con claridad, así que vamos a pensar con calma y decidir bien los tres deseos antes de decirlos, para no equivocarnos.
– Tienes razón. Voy a servir un poco de vino y lo tomaremos junto a la chimenea mientras charlamos ¿Te apetece?
– ¡Buena idea!
El joven carpintero sirvió dos vasos y se sentaron juntos al calor del fuego de la chimenea. Estaban felices y algo más tranquilos. Mientras bebían, el hombre exclamó:
– Este vino está bastante bueno ¡Si tuviéramos una buena carne asada para acompañarlo sería perfecto, querida!
El pobre Andrés no se dio cuenta de que con estas palabras acababa de formular su primer deseo, y de repente, como caída del cielo, una enorme bandeja de carne asada apareció ante sus ojos.
La mujer, ante el error de su esposo, perdió los nervios y comenzó a recriminarle sin parar.
– ¡Eso te pasa por no pensar las cosas! ¡Deberías ser más sensato! ¡Mira que pedir una carne asada!… ¡No me lo puedo creer!…
El hombre, harto de recibir reprimendas, acabó poniéndose nervioso él también y contestó con rabia a su mujer:
– ¡Vale, vale, cállate ya! ¡Deja de hablar de la maldita carne! ¡Ojalá se te pegara a la barriga!
La rabia y la ira del momento le llevó a decir algo que, en realidad, no deseaba, pero el caso es que una vez que lo soltó, sucedió: la carne se quedó adherida, como por arte de magia al ombligo de la mujer y la pobre Josefa perdió el equilibrio por el peso que había ganado de repente. Parecía un tonel con dos pequeñas piernas. Lloró y lloró sin consuelo, mientras su marido intentaba estabilizarla y le pedía perdón una y otra vez, entre lágrimas.
Con lágrimas en los ojos e intentando controlar su frustración, se giró hacia su marido, le pidió que la ayudara a sentarse y, con una tristeza enorme, le preguntó:
– ¿Y ahora qué hacemos? Sólo podemos formular un último deseo y nada ha salido como esperábamos.
En eso no le faltaba razón, tenían que tomar una decisión muy complicada. Así que, tratando de mantener la calma, se sentaron a pensar detenidamente sobre cómo utilizar ese último deseo.
Josefa, por supuesto, no tenía ningún interés en quedarse sin equilibrio para siempre, por el peso de la carne sobre su barriga, y Andrés, que la quería con locura, no quería que su mujer sufriera por su culpa hasta el final de sus días. Así que se pusieron de acuerdo y llegaron a la conclusión que era mucho mejor estar como antes de pedir los deseos. Andrés se levantó, y con voz firme y decidida, exclamó:
– ¡Que la carne desaparezca de la barriga de mi mujer! ¡Eso es lo que deseo!
Acto seguido y como por arte de magia, Josefa volvía a lucir su aspecto original y a Andrés le pareció que era la mujer más bella que había visto en su vida. Se sintió tremendamente feliz y afortunado de que volviera a ser la misma de siempre, pero, sobretodo, de tenerla a su lado.
Por fin, el joven Andrés y su esposa, comprendieron que la felicidad y la suerte no estaba en ser ricos, o tener muchas cosas, sino en el amor que se tenían el uno al otro, y el poder estar juntos, apoyándose y queriéndose siempre. Comprendió de esta manera, todo lo que Tapetán, el genio verde del sauce mágico, le había dicho. A partir de entonces, se sintió el hombre más afortunado del mundo cada mañana cuando, al despertar, tenía a Josefa, su linda esposa, a su lado, y un trabajo como carpintero que le hacía soñar en un futuro feliz junto a ella.
¡COLORÍN, COLORADO, ESTE CUENTO SE HA ACABADO!